sábado, 23 de enero de 2010

Riverdale es un extraño lugar feliz para turistas, niños de corta edad y adolescentes.

Un tipo que mató a dos tíos
(bajo el seudónimo de Graham Sanders)
me contó una vez una historia.

Por supuesto no me la creí.
Pero como ustedes no son yo
sería injusto de mi parte
no compartirla.

Llegó a Riverdale
un ocho de abril
de madrugada.

Esperó a que abrieran las tiendas,
los bares, las jaulas de grillos
y las mezquitas.

Almorzó un donut relleno de crema
con un par de cafés
y salió a dar un largo paseo.

Un matrimonio hacía fotos
junto a la parroquia local.
-Mary, ponte bajo el campanario
para que quede perfecta.
Y Mary, con su paso sosegado
se subyugó al campanario
con tal de tener un bonito recuerdo.

El balón casi rompe una ventana
de no ser porque eso no sucede
en Riverdale desde hace años.
Los niños sonríen,
van a la fuente a beber un poco de agua
y continúan con sus rituales.

Si cae la tarde es por culpa
de los adolescentes que ensombrecen,
con sus caras largas y sus carpetas,
el día.

Les dura poco.
Ellos también son felices
a su manera.
Solo intentan engañar un poco a sus viejos
para ver si del conflicto
obtienen alguna clase de ventaja.

Se quedó en vela,
junto a la mesilla,
vomitó un par de veces.

Llamaron a su puerta
como estaba convenido.

No abrió.

Volvieron a llamar.

Abrió.

Condujo unos treinta minutos
hasta un camino.
Andaron otro trecho
hasta el sitio seguro.

Allí estaban los dos tipos.
A uno le habían dado una paliza tremenda
y estaba inconsciente.

El otro tenía los ojos más abiertos
que jamás podrán ver.

Rompió la noche una vez.
Luego otra.

-Matar es difícil
-me dijo-
y más en sitios tan felices
como Riverdale.

Yo no me lo creo.
Allá ustedes.

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